Me
gusta pasear por el bosque pensando en el fin de la Humanidad, en
cómo este virus, estos seres infectos y dañinos, autodenominados
Humanos, pereceremos en un suicidio lento pero brutal, cargando a
nuestras espaldas con la desaparición de muchas especies inocentes.
Pero,
¿qué es el tiempo de los Hombres en comparación al del planeta
Tierra? Una mísera mota de polvo, un pequeño acceso de fiebre -de,
a lo sumo, un día- en la Naturaleza.
Y,
como ocurre con nuestros bebés humanos, esa fiebre no es mas que una
señal de crecimiento. La Naturaleza sigue su avance, sin tenernos en
cuenta, al igual que nosotros, en nuestro brutal egocentrismo,
tampoco la tenemos en cuenta a ella. La Humanidad perecerá -como
perecieron civilizaciones antiguas- y los bosques, sus raíces, sus
hojas secas, sus troncos, sus movimientos de tierras y de aguas,
borrará para siempre de su rostro cualquier vestigio de nuestra
existencia.
Y
así me relajo, mi mente se dispersa y comprendo que el final de mis
días y el de todos está en este camino, en estas ramas y también,
como no, en la diminuta hormiga que mueve el mundo desde sus
entrañas.