sábado, 2 de julio de 2016

Rosquillas (en ruta). 24 de febrero de 2016.

Aquí estuvieron aquellos labios que yo besé muchas veces. ¿Dónde están ahora tus burlas, tus brincos, tus canciones, y aquellos chistes brillantes que animaban la mesa con alegre estrépito?” Hamlet, W. Shakespeare.

La chica del asiento de atrás estornuda mientras nuestro autobús sale de Teruel. Un termómetro marca una temperatura de seis grados en el exterior. Llueve. Vuelvo de mis vacaciones y mi cabeza no deja de pensar en mi tía Paula. Anteayer la ingresaron ya que llevaba varios días como ausente, la mirada perdida y sin conocer a nadie. Sólo miraba al infinito.
Será casualidad -siempre son casualidades- pero en el reproductor del autobús suena el Adagio en Sol menor de Albinoni y recuerdo cómo, en mi juventud, esta melodía consiguió apagar la alegría de mi infancia e instalar para siempre una melancolía, en momentos insana, que me acompaña desde entonces. Una alegría infantil que mucho tuvo que ver con mi tía, su carácter y su casa.
Una casa donde pasé los mejores momentos de mi niñez. La pocilga con los cochos, los bocatas de Tulicrem, las partidas infinitas de cartas, donde las mujeres jugaban a “la puta de oros” mientras los hombres habían ido a dar la vuelta con la cuadrilla o merendaban en la bodega. Corriendo con mis hermanos por el pueblo con las bicicletas. Los días de embotar o las rosquillas y cómo se inundaba su casa del dulzón olor del anís.
El bus hace una parada. Casi la una de la mañana. Aprovecho para sacar un papel y un bolígrafo y anoto los pensamientos que me vienen a la mente. 1'80 por un mal café. Sigue lloviendo y hace frío. Qué ganas de volver a sentir la necesidad de arroparme tras dos semanas bajo una temperatura primaveral en una localidad de la Costa Blanca.
La Paula, una señora muy grande, no sólo por su obesidad, poco saludable quizás pero que imprimía un precioso color sonrosado a sus mejillas. Era una mujer alegre, que siempre te estrechaba entre sus orondos y blandos brazos o te apretujaba entre sus generosos pechos. Siempre riendo, haciendo chistes y gracias. La alegría en cualquier reunión familiar. Y eso que todos los hermanos de mi padre eran de un carácter tan bromista y festivo que sería complicado elegir al más gracioso.
Román, el mayor, murió hace poco. Quizás mi tía esté hablando con él, allá donde se encuentre ahora. O con mi abuela Lucia, otra grandísima mujer, a pesar de su delgadez, que nos marcó a todos sus nietos con su vigor y alegría. Puede que también sea mi hermano quien la acompaña. O, simplemente, ha decidido descansar.
Volvemos al autobús y pienso en Hamlet con la calavera de Yorik en la mano y en su discurso sobre la futilidad de la vida. Hoy eres el rey del mundo y mañana simples huesos y polvo abonando la tierra. Una tierra que nos espera a todos y que seguirá ahí cuando hayamos desaparecido. “¿Piensas que Alejandro tuvo esta apariencia debajo de la tierra?”
Sí, la vida está dejando de oler a rosquillas.

viernes, 1 de julio de 2016

Calpe. 23 de febrero de 2016.


Despertó la mañana con bruma. La temperatura está en unos agradables 17 grados.
Las tienditas de recuerdos situadas en el paseo marítimo se desperezan y los bares comienzan a dar sus primeros desayunos. Apenas hay gente paseando. En la playa unos niños juegan y ríen mientras el tractor peina la arena. En la bahía aún quedan dos pequeños barcos pesqueros acabando, supongo, las faenas de pesca. Obreros trabajando en la reforma y acondicionamiento de los locales cerrados por vacaciones. El silencio, o el escaso ruido hace que piense en Logroño como una gran ciudad llena de coches, camiones y gente corriendo de un lado a otro.

jueves, 30 de junio de 2016

miércoles, 29 de junio de 2016

Cuentos inconclusos (Cadáver exquisito. 3ª parte.)

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Llenó un vaso de agua y lo llevó a la mesilla. Lentamente, aún seguía apesadumbrado por lo sucedido esta semana, se fue poniendo el pijama. Dobló la ropa con mimo y la dejó encima de la butaca que tenía en una esquina de la habitación.
Abrió la cama perfectamente hecha, casi al milímetro. Cuando estaba en plena caída siempre recurría al orden de una manera compulsiva. Se acostó, apagó el móvil y abrió el cajón de la mesita. Sacó su tableta de cabezas y buscó la que le correspondía para la noche de hoy.
El médico le había recomendado esas cabezas y aunque él era contrario a ese tipo de tratamientos, aceptó porque sabía que no se encontraba bien.
Hoy le tocaba la cabeza de "dormir y tener pesadillas". Se resignó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Quería seguir el tratamiento que le impuso su especialista pues los sufrimientos eran menores a los habituales.
La sacó de su envase, desenroscó la suya y la depositó en el recipiente comprado al efecto, con mucha calma,. Enroscó la otra, cerró los ojos y durmió.
...
http://youtu.be/3FpCmh_bDBU

La Brava, 1

Era un edificio que ya había dejado de ser antiguo para convertirse en viejo. La fachada de arenisca marrón, desgastada por el paso de los años y el escaso cuidado, presentaba redondeces donde antaño había esquinas y cantos vivos. Los balcones, visiblemente deformados, tenían barrotes herrumbrosos que los inquilinos procuraban limpiar sin mucho éxito. El portal era frío y oscuro, lo que dejaba entrever unas viviendas tan precarias como la vida de sus vecinos. Las escaleras apenas estaban iluminadas por una tenue bombilla que había vivido tiempos mejores.

Toda la calle, todo el barrio, estaba en el mismo estado ruinoso. El asfalto presentaba agujeros por doquier y estaba sucio. Apenas existían aceras. La llamada “judería” se había convertido en un gueto para familias de escasos recursos y, quien podía, escapaba.

El bar “La Viga”, casi enfrente, era uno de los puntos donde pasé el tiempo de mi niñez. Tortilla de patatas y mostito. Luego al “Royalty” y, de ahí, al “Gurugú”. El resto de negocios de la zona, exceptuando el despacho de pan y la tienda de comestibles de la esquina de Rodríguez Paterna con La Cadena, eran puti-clubs de ínfima categoría donde los viejos solían entrar a echarse un vino y entablar un poco de conversación con mujeres que hacía mucho habían pasado los 30 años. Ir a casa de mis abuelos, esa casa donde nací hace 43 años y donde pasé mis primeros años de vida, era toda una aventura. Gitanos pobres (y chungos en algunos casos), putas y suciedad.

Aún recuerdo, como si fuera ayer, los sustos que me daba mi abuelo al asomar la cabeza a través del pequeño ventanuco de la alcoba que daba a las escaleras. Esa alcoba, separada del salón por una cortina y donde estaba el rincón más maravilloso de toda la casa. Ese rincón era la mesilla donde escondían el bote de leche condensada con la que me untaban el chupete y que descubrí demasiado pronto, para desgracia de mis incipientes dientes.

El salón no era muy amplio. Tenía una mesa de comedor grande donde, habitualmente, nos reuníamos 7 personas y que servía también para las grandes celebraciones. Había una cómoda con un tapete aterciopelado de borlas, una tupida alfombra, un cuadro enorme de caza en la pared y la tele. Esa tele subida en su aparador de patas metálicas y con revistero en la parte inferior. Esa tele donde vi el funeral de Franco y la noticia de la muerte de Elvis.

La cocina tampoco era grande. No había butano, con lo cual se cocinaba con leña en esas llamadas cocinas económicas. Era una de las habitaciones con balcón. Sigo viéndome allí, asomado, esperando a mi primo para llevarme a las piscinas de Cantabria y traerme chicles “Bazooka”, comprados en la tienda de chucherías de Avda. de Navarra. O silbándole a los canarios y jilgueros, encerrados en las jaulas que todos las mañanas ayudaba a mi abuela a limpiar.

De repente una ausencia. Apenas perceptible para mí. No volví a ver a mi abuelo. No sé si, en ese momento, llegué a echarlo en falta. A posteriori, obviamente sí. Y poco tiempo después no volví a pisar esa casa.

Recuerdo que decían que era por un problema de cimentación. Es probable. Mi abuela ya vivía en otro edificio, casi a la vuelta de la esquina, mejor conservado, y el número 1 de la calle La Brava pasó a convertirse en un montón de escombros y desapareció. Menos para mí.

Socorro.

Te hacías acompañar en todo momento por relojes de cuerda o auriculares con música. Paseabas cerca del río, donde las corrientes eran más fuertes. Te sentabas en plazas llenas de gente y niños chillando. O en terrazas de bares que diesen a alguna calle con mucho tráfico.
Y todo ello para no escuchar los gritos de ayuda que salían de tu interior.

martes, 28 de junio de 2016

Calpe, 15 de febrero de 2016.


Estoy sentado en la arena de la playa aprovechando el tibio sol de invierno. El rumor suave y acompasado de las olas no apaga por completo los ruidos de una cuadrilla de adolescentes sentados a unos 50 metros de mí.
El peñón, como vigía natural y atemporal, preside el paisaje atrayendo sobre sí todas las miradas, incluida la mía, evitando así cualquier tipo de distracción.
Paseantes recorren la orilla en soledad. Es curioso ver como las personas que van en grupo están sentadas en las terrazas de los bares próximos y únicamente los solitarios estamos en la playa.
Podría aprovechar para pensar en las miles de cosas que tengo aún por solucionar en mi vida personal, pero no. Creo que mi mente -y mi alma- se han tomado vacaciones también.
Una pareja pasea por la orilla junto a su perro que huye con infantil alegría de las olas. La marea está subiendo.
El Mediterráneo, esa gran masa de agua tan calmada en sus orillas, hace que retornen a mí las ganas de manejar un velero. Tiene que ser maravillosa la sensación de libertad que se debe respirar en mitad del mar, sin ningún signo visible de civilización a tu alrededor. Algo parecido a estar en la cima de una montaña pero sin ver las aldeas o poblados de las cercanías. Volver a la placenta de la Madre Tierra.
Tras una opípara comida en un restaurante hindú de la zona, dejo que los rayos del sol ayuden a mi estómago a digerir tantas especias mientras mis compañeros de viaje suben al apartamento.
La urbanización donde nos alojamos se encuentra al borde del acantilado que corona esta playa. Unas vistas inmejorables, sin duda, para desayunar por las mañana. Aunque nuestra ética estará encantada el día en que la Naturaleza, siguiendo su camino con su paso lento pero inexorable, haga su trabajo, socavando la roca con el agua y el viento, y derrumbe tanto afán de conquista por parte de los seres humanos.
https://youtu.be/HbTobbPHBoE

lunes, 27 de junio de 2016

domingo, 26 de junio de 2016

Silencio.

Te hacías acompañar en todo momento por relojes de cuerda o auriculares con música. Paseabas cerca del río, donde las corrientes eran más fuertes. Te sentabas en plazas llenas de gente y niños chillando. O en terrazas de bares que diesen a alguna calle con mucho tráfico.
Y todo ello para no escuchar los gritos de ayuda que salían de tu interior.

Cut my hair.

Remember the time to come.
Feel free tightening your chains .
Make your guitar sound underwater.
Talk me through the eyes of your wrists.
Cut my hair.
Cut my hair.
Burn your flag in my garden.
The barn reach the required orbit.
In my bathroom there virgin blood .
The gnome in your ear always tells you .
Cut my hair.
Cut my hair.