viernes, 21 de marzo de 2008

Vicente Blasco Ibáñez contra el Rey de España ( III)


Enlaces a las entradas anteriores:
Primera parte.

Segunda parte.

...

Pero al fin ha llegado la oportunidad de hablar de lo que es público, aunque lo ignoran la mayoría de las gentes, de exponer la verdad para que este personaje de carácter complicado y tortuoso ocupe el lugar histórico que le corresponde.

Ya he dicho que estos Borbones españoles fueron siempre astutos y con cierto talento diabólico para sortear las complicaciones de la vida, haciendo al mismo tiempo su voluntad. Las resoluciones más extremas y violentas las revisten hipócritamente de una forma paternal. Fernando VII, fusilador de liberales, ordenó estos suplicios por el bien de la patria, de tal modo que las muchedumbres imbéciles lo consideraban un padre.

Alfonso XIII ama el despotismo, pero procura atacar las libertades públicas como si le obligaran a ello los que le rodean, para después, en caso de fracaso, dejar que castiguen a los otros y declararse inocente. No creyó hasta el momento en el triunfo de los aliados, pero como era vecino de Francia, no quiso tampoco mostrarse enemigo de ellos.

Para favorecer la política germanófila buscó antes una coartada, y esta fue la oficina que montó en su palacio para el canje de prisioneros. Unas mesas y unos cuantos empleados le sirvieron para darse aires de rey providencial y benéfico, haciendo en pequeño y con enormes anuncios lo que hicieron con menos ruido y más intensamente la Cruz Roja y otras sociedades benéficas de Suiza.

Mas en fin, si se hubiese limitado a esto, merecería elogios, aunque no tan exagerados como los que le tributaron sus aduladores. Gracias a su intervención hubo prisioneros franceses y belgas que regresaron a sus casas, como también los hubo alemanes y austriacos que volvieron a las suyas. Pero al mismo tiempo que el rey de España se preocupaba en público de tales canjes, favorecía del modo más descarado e insistente las operaciones navales alemanas en las costas de España.

Durante tres años, los submarinos alemanes se avituallaron en los puertos españoles del modo más cínico. En la desembocadura del Ebro, junto a Tortosa, ciertos puertos antiguos y abandonados, que sólo sirven de refugio a barcos de pescadores, fueron empleados como lugar de descanso por submarinos de Alemania. Un personaje alemán, el barón de Rolland, actuaba en Barcelona con el mayor descaro de proveedor de esencia para estos buques. Además, tenía a sus órdenes una partida de malhechores para aterrorizar a los que denunciaban sus manejos. Un comisario de policía llamado Bravo Portillo, que después fue asesinado en Barcelona, se valía de su empleo oficial para averiguar la salida de los vapores aliados y denunciarla al tal barón. Éste, a su vez, daba aviso a los submarinos por medio de varias instalaciones de telégrafo sin hilos que funcionaban con entera libertad.

Alfonso XIII se ocupó aparentemente de canjear franceses e ingleses por alemanes y austriacos, pero estos prisioneros eran seres vivos. Lo terrible es que al mismo tiempo produjo centenares de muertos dejando actuar con toda libertad a los submarinos alemanes. Rara fue la semana en que no torpedearon éstos, dentro de las aguas españolas, alguna vez a la vista de la gente agolpada en la costa, buques franceses e ingleses, dedicados al comercio, y hasta vapores correo que iban a Argelia o venían de ella.

Buscaban los buques el amparo de las costas de España, fiados en las palabras de la monarquía española, creyendo que su rey defendería la neutralidad de sus aguas, y precisamente al hacer esto se lanzaban en pleno peligro, pues los submarinos tenían sus bases en los puertos pequeños de la costa y contaban con numerosos agentes en las principales ciudades del litoral, los cuales trabajaban tolerados y ayudados por bajos personajes de la policía.

Una vez se dio el caso de que los viajeros del tren correo entre Valencia y Barcelona, cuya vía se desarrolla a lo largo de la costa, pudieron contemplar desde sus vagones, en las primeras horas de la tarde, como un submarino alemán atacaba a un vapor aliado cerca de la orilla, a la vista de todos.

El dulce y poético Mediterráneo arrojaba todas las semanas a sus orillas numerosos cadáveres y pedazos de buques rotos por la explosión de los torpedos. Yo tengo a orilla del mar, cerca de Valencia, una casa llamada Malvarrosa. Mientras estuve en París los cinco años de la guerra haciendo propaganda en favor de los aliados, mis amigos me escribieron repetidas veces dándome cuenta de los terribles hallazgos con que les sorprendía el mar algunas mañanas. Sobre la arena de la playa, junto a la escalinata de mi casa, aparecieron repetidas veces cadáveres hinchados por una larga permanencia en el mar, pobres cuerpos desfigurados por las mordeduras de los peces o la violencia de la explosión, mujeres y niños que venían como pasajeros en buques procedentes de Argelia, tripulantes de vapores aliados que transportaban artículos de comercio o primeras materias para la guerra. Todos habían ido hacia la muerte, fiando en la neutralidad, ya que no en la lealtad de un rey que se titulaban francófilo en compañía de "la canalla".

Al mismo tiempo, los fabricantes españoles que elaboraban materias de guerra para los aliados, tenían que desafiar los mayores peligros. Fue en Barcelona donde los industriales españoles trabajaron más para el ejército francés; unos produciendo piezas sueltas de armamento, otros calzado, tejidos, etc. Los alemanes, para asustar a los fabricantes de Cataluña que trabajaban para Francia, organizaron otra partida de bandidos encargada de arrojar bombas en las fábricas y asesinar a sus dueños si era posible. Esto parece de una novela de Ponson du Terrall y, sin embargo, no puede ser más exacto.

La tal banda era mandada por un tal barón de Koenig. Hay que decir que así como el barón de Rolland, encargado del avituallamiento de los submarinos, fue un personaje auténtico, este barón de Koenig era un antiguo camarero de hotel, un tipo rocambolesco que había hecho su carrera a fuerza de asesinatos. La banda del barón de Koenig cometió sus crímenes atribuyéndolos a anarquistas o terroristas. Así mató al fabricante, señor Barret, profesor de la Universidad catalana, que era entusiasta de los aliados y dedicó sus talleres a la fabricación para las tropas francesas. Y si no mataron a más industriales aliadófilos fue porque estos tomaron grandes precauciones.

El comisario de policía Bravo Portillo actuaba de acuerdo con el titulado barón de Koenig, lo que proporcionaba a éste una completa impunidad. Además, dicho policía le facilitaba toda clase de informaciones.

Al terminar la guerra, viéndose si ocupación el facineroso alemán, se ofreció con toda su banda a los industriales conservadores y de carácter agresivo, para matar obreros fomentadores de huelgas, empezando desde tal momento el período de asesinatos y represalias entre un bando y otro, que aún dura en la actualidad aunque amortiguado y que, por desgracia, tal vez volverá a reproducirse. (Pero esta "es otra historia" como dicen en los cuentos orientales. Volvamos al rey.)

Jamás hizo nada Alfonso XIII por impedir las hazañas de los alemanes, terrestres y marítimas, dentro de su reino. Como una excusa previsora inventó la frase de que en España no había más francófilos que él y "la canalla", queriendo hacer con ello que no era rey más que de nombre, que no tenía ningún poder y en España todos eran germanófilos y le atropellaban al pobrecito francófilo.

¡Mentira! Para desgracia de España, él ha hecho siempre lo que ha querido. Últimamente consideró que era de su conveniencia matar la Constitución, suprimir todas las manifestaciones de una política moderna, volver al país de los tiempos del absolutismo, gobernar como los zares antes de la primera Duma, y apelando a sus generales cortesanos lo hizo con toda decisión.

Si hubiese querido intervenir en favor de los aliados o simplemente guardar una neutralidad honrada, lo hubiera podido hacer en 1914 sin ningún obstáculo y hasta con aplausos de una gran parte del país, pues nosotros, "la canalla francófila", éramos muchos. Precisamente en aquel tiempo aún no había desarrollado él sus terribles pedanterías militares en Marruecos y guardaba cierto prestigio de mozo atolondrado pero "simpático". Afirmo que no habría encontrado obstáculo alguno. Mas dejó hacer a sabiendas a los alemanes todo lo que quisieron dentro de España y lo que es de mayor gravedad, impidió que sus ministros tomasen ninguna iniciativa contra al insolencia germánica.

En 1918 se formó en España un Ministerio llamado nacional en el que figuraban personajes de distintos partidos políticos. El señor Dato, ministro de España, recibió de sus compañeros el encargo de presentar una nota al gobierno alemán, protestando del descaro con que los submarinos germánicos utilizaban los puertos de España y sus agresiones en aguas nacionales que destruyeron muchas veces a buques que llevaban en su popa la bandera española. Esta nota sirvió para desenmascarar al rey, dejando asombrados a sus ministros ante la inaudita duplicidad de su conducta.

Era embajador de España en Berlín un señor Polo de Bernabé, gran admirador del Káiser, que sentía temblar sus entrañas de emoción al verse recibido con familiaridad, él y su esposa, por el emperador y la emperatriz. Este embajador se guardó la nota del Gobierno y no quiso presentarla. Cuando el señor Dato, indignado por tal silencio, le repitió desde Madrid la orden para que presentase la nota, este embajador le contestó la respuesta más fantástica que se conoce en la historia de la diplomacia.

-La nota es muy fuerte- dijo -y no quiero presentarla al emperador. Sería darle un disgusto y... ¡Es tan excelente persona!

El Gobierno, aunque presintió desde el primer momento que la persona de Alfonso XIII debía de andar mezclada en el asunto, pues de otro modo no era comprensible la insubordinación del embajador, dio un decreto relevando al señor Polo de Bernabé de su embajada por desobediencia a sus superiores y llevó el citado decreto a la firma del rey.

Alfonso XIII se negó a firmar y casi dio una respuesta semejante a la del embajador. Él apreciaba mucho a su representante en Berlín y no podía darle el disgusto de firmar su destitución.

En resumen: que el rey, a pesar de ser un monarca constitucional, consideraba a sus embajadores y ministro plenipotenciarios como representantes diplomáticos de su persona y no de la nación española. Se entendía con ellos directamente, a espaldas de sus ministros respetables, y lo mismo hacía con los generales, despreciando la mediación constitucional del ministro de la Guerra. En realidad, no hizo nunca ni más ni menos que su viejo y detestado maestro Guillermo II.

lunes, 17 de marzo de 2008

Vicente Blasco Ibáñez contra el Rey de España(II)


Continuación del artículo anterior, a través del cual podemos hacer una comparación del personaje tratado por el autor y su descendiente y actual rey de España, Juan Carlos I, al igual que compara al primero con Fernando VII.

II

EL REY

Reconozco que el actual rey de España (Alfonso XIII) ha sido durante algunos años para la opinión internacional un personaje simpático. Su juventud, su carácter decidor a estilo madrileño y una intrepidez alegre de subteniente hicieron de él ese "personaje simpático tan amado por el vulgo que le ve de lejos y sólo aprecia las exterioridades.

Pero ocurre con los "personajes simpáticos" que al transcurrir los años su "simpatía" va resultando terrible. Persisten en ellos las condiciones propias de la adolescencia y éstas resultan inoportunas y peligrosas en la edad madura, sobre todo cuando se trata de hombres que desempeñan altísimos cargos y sobre los cuales pesan inmensas responsabilidades.

El rey de España ha sido igual a esos niños prodigio que llaman la atención por sus facultades precoces mientras son pequeños. Luego, al convertirse en hombres, sin evolucionar oportunamente, resultan insufribles y peligrosos por su estacionamiento mental, y por la vanidad omnisciente que les infundieron los éxitos y adulaciones de su adolescencia.

Alfonso XIII es un Borbón español que tiene todas las malas condiciones de su bisabuelo Fernando VII. Para los historiadores de Napoleón ha sido siempre un problema oscuro cómo, este hombre genial, de pensamiento clarividente, pudo emprender la desastrosa guerra de España. El mismo, en su retiro de Santa Elena, reconoció dicha empresa como el mayor error de su vida. Para mí, el asunto resulta clarísimo. Es que tuvo que entenderse con los Borbones españoles y, especialmente, con el joven Fernando VII (tan simpático en su juventud como Alfonso XIII) el cual con sus astucias, con sus faltas a la palabra, sus malicias y deslealtades, era capaz de desorientar y perturbar al cerebro más poderoso.

El bisabuelo de Alfonso XIII, al mismo tiempo que pedía casi de rodillas a Napoleón que le permitiera casarse con una mujer de su familia, cediéndole espontáneamente la corona de España, se presentaba a los españoles como un triste prisionero del emperador francés. Se comprende el engaño de Napoleón. Juzgando al pueblo español por los reyes miserables que venía tolerando, lo creyó un pueblo envilecido y cobarde y se lanzó a una invasión fatal para él. Igual equivocación sufriría ahora el que juzgase al pueblo español actual por la persona del rey que aguanta.

Fernando VII jamás en su larga historia tuvo una palabra mala ni una obra buena. Sin embargo, muchos de sus contemporáneos le admiraron en su juventud como monarca simpático que sabía decir frases chistosas. Cuando consiguió que Luis XVIII enviase a los aliados Cien Mil Hijos de San Luis para batir a los liberales españoles y reponerle en su trono de monarca absoluto, agradeció tal apoyo restableciendo la Inquisición y fusilando a un sinnúmero de liberales que se habían rendido fiados en la presencia de las tropas francesas.

Ni aún para los mismos partidarios del absolutismo tuvo Fernando VII amistad ni lealtad. Se consideraba más allá de los amigos y los enemigos. Reía igualmente de unos y de otros. En España solamente debía de existir el rey; los demás eran un mísero rebaño. Azuzaba a los absolutistas contra los liberales y al vencer éstos, les pedía el exterminio de las mismas gentes que él había incitado a sublevarse.

Los españoles clarividentes, le apodaron a causa de su nariz borbónica y su rostro carrilludo: "narizotas, cara de pastel". Este Tiberio conocía el apodo que le daban los liberales llamados "negros" y los absolutistas descontentos de su falta de lealtad que se titulaban "blancos". Y algunos de sus íntimos contaron que cuando estaba a solas en su palacio toma una guitarra para canturrear la siguiente canción:

"Este narizotas, cara de pastel a blancos y negros los ha de j..."

Efectivamente, durante el reinado de Fernando VII, murieron innumerables "blancos" y "negros" por sus diabólicas combinaciones para destruir a unos y otros.

Repito que este Borbón fue en su juventud tan simpático y chistoso como su bisnieto Alfonso XIII. Por eso su recuerdo ha resucitado en España durante los últimos años, comparándose la conducta del rey presente con la de su bisabuelo.

-Es igual a Fernando VII- dicen muchos que le han estudiado de cerca y hasta fueron sus ministros.

-Algo más- repuso uno de los personajes más eminentes de la política de la derecha en España. -Es Fernando VII... y pico.

Para hablar de Alfonso XIII es preciso traer a colación a Guillermo II. Del mismo modo que en el teatro existe la contrafigura que pasa por el fondo del escenario imitando al protagonista de la obra, que se halla en primer término, Alfonso XIII ha sido siempre un imitador, un reflejo del antiguo Káiser.

Existe en Cataluña un fabricante de champagne español llamado Codorniu, y aunque su vino no es malo, los burlones ríen de él al compararlo con el champagne legítimo, haciendo de dicho vino un símbolo de todo lo que es imitación más o menos grotesca. Por ejemplo, de un mediocre poeta dicen que es Víctor Hugo Codorniu, de un general malo, Napoleón Codorniu, etc. A Alfonso XIII le llamaban en los años anteriores a la guerra el Káiser Codorniu.

El emperador viejo y el rey joven se detestaban cordialmente como dos cómicos de edad diferente e historia diversa, que pretenden desempeñar el mismo papel. Pero los dos eran idénticos; el mismo afán de cabotinage, la misma ansia de llamar la atención, de intervenir en todo, de dirigirlo todo, de pronunciar discursos, de creerse aptos para todas las manifestaciones más brillantes de la vida.

Iguales aficiones a la mascarada. Alfonso XIII se viste a las dos de la tarde de almirante, a las tres de húsar de la muerte, a las cuatro de lancero. No hay hora del día que no aparezca con un uniforme distinto. Y además de los trajes militares, se cubre con unas vestimentas de clown para jugar al polo, ridículas hasta el punto de que en cierta época tuvieron que prohibir a los periódicos ilustrados de Madrid que reprodujesen las fotografías de Su Majestad en estos trajes deportivos de su invención, para que no riesen las gentes.

Es indiscutible que Alfonso XIII ha odiado siempre a Guillermo II. Por la ley física que obliga a repelerse a dos nubes de la misma electricidad, esta pareja de histriones reales se detestó siempre de un modo irresistible.

Guillermo II no prestó nunca un apoyo franco al ensueño de ciertos allegados y consejeros de Alfonso XIII, consistente en matar la República de Portugal y crear un imperio ibérico para que el bisnieto de Fernando VII pudiera darse aires de emperador. Por su parte, el rey de España hizo todo cuanto pudo para molestar a su maestro imperial, hasta el día en que estalló la guerra.

Alfonso XIII es hijo de una austriaca y aunque en los tiempos de su adolescencia se mostró como un colegial travieso que desobedece las órdenes de mamá, al transcurrir los años ha recobrado la madre sobre él un poderío enorme y con ella toda su corte de archiduques arruinados y de superiores de órdenes religiosas.

Además, si Alfonso XIII aborreció la persona de Guillermo II, admiró siempre sus ideas políticas, su tendencia al absolutismo. La mejor demostración la ha dado recientemente al matar en España el régimen constitucional y favorecer el triunfo de la dictadura militar.

Hábil comediante, como su bisabuelo Fernando VII, que engañó a Napoleón, engañó a Luis XVIII y engañó hasta a sus más fervorosos amigos, Alfonso XIII se dedicó durante los cinco años de la guerra europea a mentir a los beligerantes haciendo creer a cada uno de ellos que se hallaba a su lado. Pero bien claramente se vio de qué parte estaban sus simpatías.

Alfonso XIII fue germanófilo, como su madre y toda su corte. Y no solamente fue germanófilo, sino que se permitió con Francia las ironías más crueles. Él, que ha sido siempre el verdadero dueño de España y no ha hecho más que su voluntad, se fingió una víctima rodeado de enemigos y peligros a causa de su amor a Francia, y dijo en cierta ocasión:

-En España, los únicos francófilos somos yo y la canalla.

Y pensar que ha habido numerosos tontos en Francia que han repetido y celebrado esta ironía cruel. "La canalla" éramos nosotros, los escritores, los profesores de la Universidad, los artistas, todos los españoles intelectuales que estuvimos al lado de los aliados desde el primer momento. Sin duda, para el bisnieto de Fernando VII las únicas gentes distinguidas eran la aristocracia ignorante y devota, el populacho campesino, reaccionario y feroz, que aplaudían los crímenes de la invasión alemana en Francia y los torpedeamientos de los submarinos.

Yo no conozco personalmente a Alfonso XIII. Nunca he querido dejarme presentar a él. Pero le sigo desde hace años con el interés del novelista que estudia un "documento humano" y lo conozco mejor que muchos de los que le han visto de cerca.

Una de las razones de por qué me negué siempre a verle fue porque adivinaba que tarde o temprano tendría que escribir contra él, diciendo la verdad. ¡Lo que he sufrido durante la guerra, no pudiendo hablar libremente para advertir a los aliados quién era este hombre que se declaraba partidario de ellos en unión con "la canalla"! Pero en aquel momento decir la verdad equivalía a un escándalo sin resultado que sólo podía alegrar a los alemanes. Además, los diversos gobernantes franceses sabían tanto como yo qué clase de amigo de Francia es Alfonso XIII. ¡Si pudieran revelarse ciertas notas y documentos secretos en los archivos de París!

domingo, 16 de marzo de 2008

Vicente Blasco Ibáñez contra el Rey de España(I).


Brillante proclama del genial novelista Vicente Blasco Ibañez en contra de Alfonso XIII y a favor de la República Española, escrita en noviembre de 1924 y editada en febrero del siguiente año.
Consta de 42 páginas, por lo cual iré poniendo de tres en tres, lo que serán 14 días. Espero que lo disfruten.

ALFONSO XIII DESENMASCARADO
UNA NACIÓN AMORDAZADA

LA DICTADURA MILITAR DE ESPAÑA

LECTOR: Si vives en España procura que este escrito circule mucho. Dalo a leer a tus compatriotas. Si vives en el extranjero, esfuérzate por hacerlo entrar en España y con ello prestarás un enorme servicio a la liberación de un país esclavizado actualmente.

V.B.I.

-----------------------------------

Para la introducción en España del presente folleto, y de otros que iré publicando oportunamente, he adquirido dos aeroplanos que llevan los nombres de "Libertad" y "República Española".

Todos los españoles amantes de la regeneración de su patria deben atender y ayudar a los hombres de buena voluntad que tripulan dichos aeroplanos cuando aterricen en España.

Agradezco de antemano cuanto se haga en favor de estos valientes colaboradores que exponen su vida por noble causa.

V.B.I.

-----------------------------------

I

AL LECTOR

Vivo hace años alejado de la política, pero la situación actual de España me obliga a salir de mi retiro, empujándome otra vez a unas luchas que creí abandonadas para siempre.

Confieso que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución. Mis gustos de novelista se complacen mejor en una existencia aislada y laboriosa. Mas por deber es preciso que combata como en otros tiempos, y sabido es que el deber resulta las más de las veces de un cumplimiento áspero y cruel.

Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto ahora; y, en cambio, tal vez pierda mucho. Había yo llegado a la mejor situación que puede conquistar un escritor. Los más de los españoles eran amigos míos, agradeciendo, por solidaridad nacional, el prestigio más o menos grande que he podido obtener en el extranjero. Ahora tendré que renunciar a la amistad de algunas personas que, por interés o por convicción, transigen con el estado presente de España. Siento mucho apartarme de ellas, pero cuando se trata de cumplir un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los afectos individuales y las imposiciones de su conciencia.

España es hoy una nación que vive secuestrada. No puede hablar porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura. Le es imposible escribir porque tiene las manos atadas. El instinto de conservación impide que las gentes salgan a la calle para protestar contra tal esclavitud. Un ejército poseedor de todos los medios destructivos oprime al país y le es fácil borrar con fusiles y ametralladoras las quejas de la muchedumbre desarmada.

La palabra "ejército" resulta impropia en este caso. Después de la última guerra europea, que fue una guerra de pueblo, "ejército" significa nación armada, conjunto de todos los ciudadanos que sin distinción de creencias ni categorías sociales empuñan las armas en defensa de su patria. En España, el ejército es una clase aparte, una especie de casta social como en la Prusia del siglo XVIII durante el reinado de los primeros Hohenzollern. Existe el servicio militar obligatorio para ser soldado, pero no para ser oficial. Sólo son oficiales los militares de profesión, que se consideran de esencia distinta a la de sus compatriotas. De aquí que el país no sienta gran simpatía por su llamado ejército, que en realidad no tiene nada de nacional. Es a modo de una organización pretoriana para la defensa de la monarquía.

Los hechos se han encargado recientemente de probar tal afirmación. Este ejército que consume la mayor parte de los recursos de España y al que se prodigan oficialmente alabanzas de heroísmo mayores que las que merecieron los ejércitos más famosos de la Historia, resulta derrotado indefectiblemente en toda operación emprendida fuera del país. No se debe esto a la falta de valor de sus individuos. La culpabilidad verdadera de su eterno fracaso hay que atribuirla a la organización especial de este llamado ejército, que no es de España, sino del rey.

Repito que el título de ejército no es exacto. Mejor le conviene el de gendarmería. Sus únicas victorias las puede conseguir en las calles de las ciudades donde amenaza con sus ametralladoras y cañones a muchedumbres que sólo llevan, cuando más, una mala pistola en sus bolsillos.

España hace un año que no puede hablar. Vive dentro de Europa como una mujer secuestrada en el interior de un cuarto forrado de colchones que impiden oír sus gritos. El español no puede escribir porque los periódicos de su país, antes de imprimirse, pasan por la previa censura del Directorio militar. Leer un diario español es leer simplemente la literatura de Primo de Rivera, autor extravagante que sólo inspira un interés festivo.

Hasta en las épocas de mayor reacción fue respetado el libro en España. Jamás existió en los tiempos modernos la censura para el volumen impreso. Un escritor podía emitir sus ideas con toda libertad. El Directorio de generales ha apelado a un recurso hipócrita para esclavizar igualmente la emisión del pensamiento por medio del libro. Pretextando la necesidad de impedir la difusión de cierta literatura inmoral que existe en España -como existe en otros países- ha ordenado, bajo las más severas penas, a los dueños de las imprentas que no entreguen a un autor la edición de su obra sin que antes presente éste una autorización sellada y firmada por los militares del Directorio o sus acólitos.

Para combatir la literatura inmoral bastaba con castigar a uno o dos editores sin escrúpulos, imponiéndoles una multa y una corta prisión. Esto lo saben todos en España. Pero lo que menos le importa al militarismo triunfante es la persecución del libro inmoral. Lo que desea es someter a esclavitud a los escritores españoles. No han dicho nada los actuales dominadores de España sobre plazos para autorizar la salida de las obras, ni sobre garantías a los autores. El que escribe un tratado de matemáticas, de filosofía o, simplemente, un libro de cocina, tiene que someterlo al capitán o coronel encargado de la censura. Éste, pretextando sus muchas ocupaciones, puede tardar meses y meses en conceder su autorización, con lo cual el pensamiento queda sometido al capricho del censor. El libro que no convenga a los intereses del Directorio permanecerá indefinidamente sin publicarse.

En todo el siglo XIX, ningún pueblo de Europa occidental, se vivió en una situación semejante a la de España en los presentes momentos. Únicamente la Rusia de los Romanoff, en el período más absolutista de su historia, pudo ofrecer este espectáculo de generales crueles e iletrados, o de generales parlanchines y grotescos, esclavizando espiritualmente a un país y ejerciendo la censura sobre su pensamiento.

Confieso que al volver, hace pocos meses, de un viaje alrededor del mundo, quedé sorprendido viendo hasta donde había llegado la disparatada tiranía de un grupo de generales sobre su patria. Todos estamos sujetos a la debilidad e imperfección humanas, y un sentimiento egoísta me hizo vacilar algún tiempo, antes de emprender esta lucha contra el militarismo español. Llevaba yo una existencia tan dulce, dedicada al trabajo literario, lejos de las impurezas de la realidad...

Pero un escritor no debe de imitar al flautista que se recrea haciendo sonar su instrumento en las soledades. Yo soy un hombre de mi época y además soy español. Por azares de la suerte tal vez más que por los propios méritos, mi nombre es conocido en una gran parte de la Tierra y cuento con numerosos lectores en todos los países. Llevo recibidas centenares de cartas de compatriotas míos residentes en Europa y en América pidiéndome que hable, que emplee los medios difusivos de que puedo disponer, para que el mundo conozca la vergonzosa situación de España. He pasado noches enteras sin dormir.

-¿Tienes derecho, egoísta -me decía una voz interior- a permanecer impasible viendo la anormalidad en que vive tu país, como si fueses un hombre sin patria?...

La mejor de las ficciones novelescas que puedas inventar permaneciendo tranquilo, no valdrá nunca lo que un grito de protesta, sincero y enérgico, ante la cruel situación de los tuyos.

Y a la mañana siguiente, presenciando la salida del Sol en uno de los lugares más hermosos de la Costa Azul, en mi sonriente jardín de Menton, frente a la planicie azul del Mediterráneo, rodeado de un ambiente favorable al trabajo y al ensueño, sentía el mismo remordimiento que si cometiese una acción reprobable.

Me ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles se ven imposibilitados de hablar dentro de su país, yo debo de hablar por ellos.

Y así va a ser. Mas ya que me decido a ser la voz de mis compatriotas, ocurra lo que ocurra, arrostrando todas las consecuencias, debo decir la verdad, la verdad entera.

Me sería fácil limitar mis ataques a los generales del Directorio que hoy tiranizan España. Es muy posible que, aparte de ellos, todo el resto del país, sin distinción de creencias políticas, encontrase mi actitud muy simpática. Mas mi ataque, en esta forma limitado, resultaría incompleto y hasta injusto.

Esos generales no son más que figurantes, unos de historia lúgubre, otros verbosos y en perpetuo matrimonio con el fracaso. Al restablecerse la legalidad constitucional, después de la muerte del Directorio, hasta habría podido volver a España con aire de triunfador...

Pero ya que me decido a hablar, después de larga reflexión, no debo mentir ni valerme de anfibologías y atenuaciones para desfigurar la realidad. Si abandono mi dulce retiro es para decir las cosas tales como son, señalando al verdadero autor de los males que sufre España.

Recuerdo, al llegar aquí, las órdenes de combate que daban los antiguos almirantes a sus artilleros en tiempos de la marina a vela:

-¡No tiréis a la arboladura, tirad al casco!

La arboladura en el presente caso son los generales de opereta o de drama policiaco que forman el Directorio. El casco es el rey.

Y yo, español, declaro desde el primer momento, por patriotismo, por decoro nacional, que tiro contra Alfonso XIII.