miércoles, 9 de abril de 2008

Vicente Blasco Ibáñez contra el Rey de España (V)

Primera Parte.
Segunda Parte.
Tercera Parte.
Cuarta Parte.


CÓMO EL REY PREPARÓ EL GOLPE DE ESTADO

Mientras Alfonso XIII fue joven, cifró los éxitos de su vida en ser un automovilista vertiginoso, un buen tirador de pichón, un jugador de polo, etc. Resultaba el primero en cada clase de deportes, lo que nada tiene de extraordinario, pues bien sabido es que los reyes siempre son los primeros, cuando viven rodeados de sus cortesanos.

Educado para rey y con una mentalidad puramente sensual creyó que su paso por el mundo debía de ir acompañado de toda clase de placeres materiales y satisfacciones de la vanidad. (Esto tampoco lo considero extraordinario, pues muchos, sin ser reyes, piensan lo mismo). Los elogios de sus allegados y una fe orgullosa en su propio valor, le hicieron creerse el primero en todo. Alfonso XIII no se limita a ser rey. Es, además, el primer soldado de España, el primer agricultor, el primer marino, el primer... (aquí ponga el lector lo que le parezca). Sólo le ha faltado pintar cuadros o escribir libretos de óperas como su maestro Guillermo, "el del brazo corto". Pero todo llegará con el tiempo.

Por lo pronto, este joven "simpático" que en los banquetes se limitaba a contar cuentos graciosos o decir chistes chulescos, se ha metido a orador y pronuncia casi tantos discursos como Primo de Rivera.

Se lanza intrépidamente a la oratoria como un nadador se arroja de cabeza en un mar de olas encrespadas superiores al vigor de sus brazos, lo que hace que éstas se lo lleven de un lado para otro, a merced de sus agitaciones caprichosas. En vez de mandar a las palabras, son las palabras las que tiran de él y le hacen decir cosas que le conviene callar, comprometiéndose con toda clase de indiscreciones. Prueba de ello el discurso de Córdoba y otros de los que hablaré más adelante.

Al crecer en edad y sentirse capaz de pronunciar discursos en público con un tono y una voz que, según dicen sus oyentes, tiene algo de monjil, este joven que era simpático como un subteniente alegre, ha acabado por creer en su genio de hombre de estado, considerándose superior a todos los políticos servidores de la monarquía.

España, según Alfonso XIII, era desgraciada por el régimen constitucional le tenía a él encadenado, lo mismo que a los reyes de Inglaterra, de Italia y de otros países europeos, indudablemente inferiores a su persona. ¡Qué le dejasen gobernar solo como su bisabuelo Fernando VII y entonces se vería con qué facilidad cambiaba la historia de la nación, haciéndola entrar en un período de grandezas y prosperidades...! Dicho prodigio podría realizarlo gracias al ejército, que debe de ser del rey más que de la nación.

A cada momento, este portador de uniformes, dice: "Yo, que soy un soldado" o "Nosotros los soldados". Una vez, al repetir en pleno consejo de ministros: "Nosotros los soldados", uno de aquellos le contestó que él era un rey y no un soldado.

-Y un rey- continuó diciendo el ministro -debe mantenerse por encima de los militares y de los civiles, para en caso de conflicto entre ambos, poder guardar su imparcialidad.

Este soldado de innumerables uniformes que, además, sugiere planes estratégicos a sus generales en Marruecos -planes que tienen siempre como final horribles matanzas y fracasos irreparables- es un soldado que se mantiene tenazmente lejos de la guerra. Pero la imparcialidad me obliga a añadir que tanto los generales como los cortesanos le aconsejan dicho alejamiento, no solo por espíritu adulador, sino también porque tienen miedo a su orgullo omnisciente, a su megalomanía, a su facilidad para creer que lo sabe todo y puede aconsejarlo todo.

Hablando, lejos de España, con un amigo de Alfonso XIII, manifesté mi extrañeza de que "el primer soldado de español" no fuese nunca a la guerra, a pesar de que esta dura en Marruecos muchos años.

-¡Ah, no! ¡Qué no vaya!- dijo asustado el cortesano-; lo embrollaría todo y las operaciones marcharían aún peor que en el presente.

Además del vanidoso deseo político de ser rey absoluto y gobernar la nación a su antojo, este hombre ha sentido una necesidad particular de suprimir el régimen constitucional, gobernando por sí mismo, sin la colaboración de ministros.

Alfonso XIII se considera pobre. Cobra todos los años una lista civil respetable, superior, indudablemente, a la vida económica de España, pero esto no basta para los gastos de su lujo y el de su familia, cada vez más grande.

Su madre, la reina regente, consiguió reunir una fortuna enorme durante el período de su gobierno. Debo añadir inmediatamente que esta fortuna fue de legítimo origen, consistiendo simplemente en un ahorro tenaz y austero de los millones que le entraba la nación.

La madre de Alfonso XIII vivió durante la menor edad de éste con gran modestia, sometiendo el presupuesto interior del palacio real a una estricta economía, como una simple burguesa que hace ahorros en los gastos de su casa. La única preocupación de dicha señora fue impedir que se derrumbase la monarquía después de la derrota de Cuba y Filipinas, y educar a Alfonso XIII, fortaleciendo su salud de hijo de moribundo, engendrado en las últimas semanas de la vida de su padre.

Según cuenta la gente de la Corte española, y es bien sabido en Madrid, la reina madre siempre tuvo miedo a un destronamiento de la familia y creyó, en cambio, inmortal al imperio austriaco, por cuyo motivo confió una parte de sus millones a un archiduque tío suyo. Este guardó dichos millones como un administrador de confianza, pero al morir, hace pocos años, no tuvo la precaución de marcar previsoramente en su testamento qué bienes eran suyos y cuáles otros pertenecía a su sobrina doña Cristina, y ésta se vio en una situación dificilísima para cobrar las enormes cantidades de dinero que había ahorrado. Los herederos del archiduque, todos ellos parientes de la reina madre, se opusieron a entregarle lo que era suyo, y al fin hubo un arreglo amistoso; pero dicha señora sólo pudo recobrar, según parece, una fracción mínima. El resto de sus economías lo arriesgó en negocios austriacos y alemanes que hicieron bancarrota después de la guerra.

Don Alfonso, que se titula "rey moderno" y no espera heredar mucho de su madre, sólo ansía una cosa: acumular. Gastar considerablemente más de lo que le proporciona la lista civil y como, por otra parte, no tiene la seguridad completa de que continuará siendo rey hasta su muerte, apela a los negocios para juntar una fortuna rápidamente. Por esto ha arriesgado muchas veces el prestigio de la monarquía comprometiéndose, con la ligereza propia de su carácter en todos los negocios que le proponen. Pero deben ser negocios en los que no se arriesga ningún dinero, aportando solamente a ellos su influencia personal.

Algunos periódicos han hablado de acciones liberadas que le entregó la fábrica de automóviles la Hispano-Suiza, establecida en Barcelona y que tiene depositadas a nombre de uno de sus cortesanos. También ha hablado de la compañía de navegación llamada la Transmediterránea y de miles de acciones del Metropolitano de Madrid, cuya concesión se otorgó ilegalmente, pues otra empresa había solicitado antes ejecutar dichas obras. Pero al rey le convino apoyar a la actual empresa del Metropolitano de Madrid, imponiendo su voluntad al alcalde de la capital en aquella época.

Todo el mundo sabe la estrecha amistad del rey de España con el belga M. Marquet, personaje cuyo único título importante es ser dueño de la ruleta y el "treinta y cuarenta" en el Casino de San Sebastián. Alfonso XIII ha buscado hacerse amigo de los grandes multimillonarios de los Estados Unidos, y cuando llega a San Sebastián o Santander en el yate de cualquiera de ellos hace mayores extremos de sumisión y admiración que si fuese en la galera del Papa, pero hasta el presente no ha podido conocer estos hombres de negocios que M. Marquet, dueño de la ruleta de San Sebastián, y M. Cornuché, dueño de los juegos de Deauville, y un señor Pedraza, del que hablaré más adelante.

Tal es la amistad de Alfonso XIII con M. Marquet, que hace unos cuantos años empezaron a decir las gentes que Alfonso XIII iba a darle algún título nobiliario, nombrándole "barón", unos decían que del "Pleno", otros del "No va más", y otros del "Negro y Encarnado". Pero fueron tales los comentarios de los belgas, al enterarse de este honor presunto de su compatriota, que el rey y el agraciado tuvieron que desistir de tal proyecto.

Como el casino de San Sebastián sólo funciona en verano, M. Marquet, que piensa indudablemente con envidia en la continuidad anual del Casino de Montecarlo, quiso inventar algo para seguir explotando a los españoles durante el invierno, y fundó en el centro de Madrid el llamado "Palacio de Hielo", en cuyo piso inferior se patina y cuyos pisos superiores están destinados al "treinta y cuarenta" y otras amenidades.

Los reyes asistieron a la inauguración de esta casa de juego polar instalada en el corazón de su capital. M. Marquet, como dueño del establecimiento, tuvo el honor de entrar a la reina de España, dándole el brazo, para mostrarle todas las suntuosidades del edificio.

Últimamente, el rey Alfonso XIII ha formado una cuadra de caballos de carreras y se dedica a hacerlos correr, especialmente en San Sebastián. La gente aristócrata, bien enterada de esto, murmura que don Alfonso no tiene dinero para sostener la caballeriza y sospecha que ésta pertenece en realidad a M. Marquet. El caballo "Rubán" es la bestia más importante de dicha cuadra. Cuando corre en las carreras de San Sebastián gana siempre. Esto no lo considero extraordinario. La pista de San Sebastián es tierra española y, por lo tanto, pertenece a Alfonso XIII que puede hacer de ella lo que quiera.

Los que apuestan contra "Rubán" y pierden el dinero, gritan siempre, como reos de lesa majestad, afirmando que les han robado, pero yo no puedo creer en sus afirmaciones irreverentes. Es verdad que "Rubán", al correr en Bélgica, era siempre quinto o sexto. Pero esto sólo significa que como su amo es español corre mejor dentro de casa, en terreno bien preparado.

El otro hombre de negocios de Alfonso XIII es M. Cornuché, que organizó como una apoteosis su viaje a Deauville hace tres años.

Hay que recordar cómo fue este viaje. Las tropas españolas habían sufrido meses antes una de las derrotas más inauditas que se conocen en la historia de las guerras coloniales. Únicamente la del general italiano Barattieri en Abisinia puede compararse con ella. Mil quinientos españoles estaban prisioneros de Abd-el-Krim. Hay que saber lo que significa ser prisionero de los rifeños. Para muchos hombres es peor esto que caer en manos de una tribu de antropófagos de Oceanía. Resulta preferible la muerte a sufrir los ultrajes y vilipendios que infligen a los prisioneros europeos estos bárbaros que han heredado las corrupciones antinaturales de lejanos siglos.

En dicho periodo yo me sentía triste a todas horas al pensar que muchos centenares de compatriotas míos estaban en el peor de los cautiverios, sufriendo toda clase de penalidades y atropellos.

Y fue en este momento cuando el rey de España, aceptando una invitación de Cornuché, marchó a Deauville para que apreciasen su hermosura graciosa en la "Potiniere" y en el Casino, oyéndose llamar "simpático" por un sinnúmero de damas pintarrajeadas que formaban su cortejo admirativo.

No quiero creer que Alfonso XIII al realizar tal viaje tuviese en su memoria a los españoles prisioneros. Le hago el favor de pensar que se había olvidado de ellos y si obró de un modo tan monstruoso fue con la inconsciencia propia de su carácter frívolo. Pero de todos modos, el espectáculo resultó tan inaudito que muchos periódicos de diversos países censuraron al rey de España y los cancioneros de Montmartre le hicieron objeto de sus sátiras, teniendo que intervenir oficiosamente el embajador español en París para que no se hablase más de Alfonso XIII, héroe de la "Potiniére" de Deauville en canciones y revistas.

El heredero de Fernando VII le tomó gusto a visitar los dominios de M. Cornuché. Éste explota en verano Deauville y, en invierno, Cannes. Empezó a anunciarse para el invierno siguiente la visita a Cannes del rey de España. El pretexto del viaje era una visita a los Borbones destronados de Nápoles, o sea, a los duques de Caserta, que viven retirados en Cannes. Pero en realidad la visita estaba destinada a Cornuché, que empezó a hacer gastos para comodidad y boato de su rey "anuncio", el cual iba a dar prestigio con su presencia a los juegos de Cannes, estableciendo una rivalidad con los de Montecarlo.