viernes, 21 de marzo de 2008

Vicente Blasco Ibáñez contra el Rey de España ( III)


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Primera parte.

Segunda parte.

...

Pero al fin ha llegado la oportunidad de hablar de lo que es público, aunque lo ignoran la mayoría de las gentes, de exponer la verdad para que este personaje de carácter complicado y tortuoso ocupe el lugar histórico que le corresponde.

Ya he dicho que estos Borbones españoles fueron siempre astutos y con cierto talento diabólico para sortear las complicaciones de la vida, haciendo al mismo tiempo su voluntad. Las resoluciones más extremas y violentas las revisten hipócritamente de una forma paternal. Fernando VII, fusilador de liberales, ordenó estos suplicios por el bien de la patria, de tal modo que las muchedumbres imbéciles lo consideraban un padre.

Alfonso XIII ama el despotismo, pero procura atacar las libertades públicas como si le obligaran a ello los que le rodean, para después, en caso de fracaso, dejar que castiguen a los otros y declararse inocente. No creyó hasta el momento en el triunfo de los aliados, pero como era vecino de Francia, no quiso tampoco mostrarse enemigo de ellos.

Para favorecer la política germanófila buscó antes una coartada, y esta fue la oficina que montó en su palacio para el canje de prisioneros. Unas mesas y unos cuantos empleados le sirvieron para darse aires de rey providencial y benéfico, haciendo en pequeño y con enormes anuncios lo que hicieron con menos ruido y más intensamente la Cruz Roja y otras sociedades benéficas de Suiza.

Mas en fin, si se hubiese limitado a esto, merecería elogios, aunque no tan exagerados como los que le tributaron sus aduladores. Gracias a su intervención hubo prisioneros franceses y belgas que regresaron a sus casas, como también los hubo alemanes y austriacos que volvieron a las suyas. Pero al mismo tiempo que el rey de España se preocupaba en público de tales canjes, favorecía del modo más descarado e insistente las operaciones navales alemanas en las costas de España.

Durante tres años, los submarinos alemanes se avituallaron en los puertos españoles del modo más cínico. En la desembocadura del Ebro, junto a Tortosa, ciertos puertos antiguos y abandonados, que sólo sirven de refugio a barcos de pescadores, fueron empleados como lugar de descanso por submarinos de Alemania. Un personaje alemán, el barón de Rolland, actuaba en Barcelona con el mayor descaro de proveedor de esencia para estos buques. Además, tenía a sus órdenes una partida de malhechores para aterrorizar a los que denunciaban sus manejos. Un comisario de policía llamado Bravo Portillo, que después fue asesinado en Barcelona, se valía de su empleo oficial para averiguar la salida de los vapores aliados y denunciarla al tal barón. Éste, a su vez, daba aviso a los submarinos por medio de varias instalaciones de telégrafo sin hilos que funcionaban con entera libertad.

Alfonso XIII se ocupó aparentemente de canjear franceses e ingleses por alemanes y austriacos, pero estos prisioneros eran seres vivos. Lo terrible es que al mismo tiempo produjo centenares de muertos dejando actuar con toda libertad a los submarinos alemanes. Rara fue la semana en que no torpedearon éstos, dentro de las aguas españolas, alguna vez a la vista de la gente agolpada en la costa, buques franceses e ingleses, dedicados al comercio, y hasta vapores correo que iban a Argelia o venían de ella.

Buscaban los buques el amparo de las costas de España, fiados en las palabras de la monarquía española, creyendo que su rey defendería la neutralidad de sus aguas, y precisamente al hacer esto se lanzaban en pleno peligro, pues los submarinos tenían sus bases en los puertos pequeños de la costa y contaban con numerosos agentes en las principales ciudades del litoral, los cuales trabajaban tolerados y ayudados por bajos personajes de la policía.

Una vez se dio el caso de que los viajeros del tren correo entre Valencia y Barcelona, cuya vía se desarrolla a lo largo de la costa, pudieron contemplar desde sus vagones, en las primeras horas de la tarde, como un submarino alemán atacaba a un vapor aliado cerca de la orilla, a la vista de todos.

El dulce y poético Mediterráneo arrojaba todas las semanas a sus orillas numerosos cadáveres y pedazos de buques rotos por la explosión de los torpedos. Yo tengo a orilla del mar, cerca de Valencia, una casa llamada Malvarrosa. Mientras estuve en París los cinco años de la guerra haciendo propaganda en favor de los aliados, mis amigos me escribieron repetidas veces dándome cuenta de los terribles hallazgos con que les sorprendía el mar algunas mañanas. Sobre la arena de la playa, junto a la escalinata de mi casa, aparecieron repetidas veces cadáveres hinchados por una larga permanencia en el mar, pobres cuerpos desfigurados por las mordeduras de los peces o la violencia de la explosión, mujeres y niños que venían como pasajeros en buques procedentes de Argelia, tripulantes de vapores aliados que transportaban artículos de comercio o primeras materias para la guerra. Todos habían ido hacia la muerte, fiando en la neutralidad, ya que no en la lealtad de un rey que se titulaban francófilo en compañía de "la canalla".

Al mismo tiempo, los fabricantes españoles que elaboraban materias de guerra para los aliados, tenían que desafiar los mayores peligros. Fue en Barcelona donde los industriales españoles trabajaron más para el ejército francés; unos produciendo piezas sueltas de armamento, otros calzado, tejidos, etc. Los alemanes, para asustar a los fabricantes de Cataluña que trabajaban para Francia, organizaron otra partida de bandidos encargada de arrojar bombas en las fábricas y asesinar a sus dueños si era posible. Esto parece de una novela de Ponson du Terrall y, sin embargo, no puede ser más exacto.

La tal banda era mandada por un tal barón de Koenig. Hay que decir que así como el barón de Rolland, encargado del avituallamiento de los submarinos, fue un personaje auténtico, este barón de Koenig era un antiguo camarero de hotel, un tipo rocambolesco que había hecho su carrera a fuerza de asesinatos. La banda del barón de Koenig cometió sus crímenes atribuyéndolos a anarquistas o terroristas. Así mató al fabricante, señor Barret, profesor de la Universidad catalana, que era entusiasta de los aliados y dedicó sus talleres a la fabricación para las tropas francesas. Y si no mataron a más industriales aliadófilos fue porque estos tomaron grandes precauciones.

El comisario de policía Bravo Portillo actuaba de acuerdo con el titulado barón de Koenig, lo que proporcionaba a éste una completa impunidad. Además, dicho policía le facilitaba toda clase de informaciones.

Al terminar la guerra, viéndose si ocupación el facineroso alemán, se ofreció con toda su banda a los industriales conservadores y de carácter agresivo, para matar obreros fomentadores de huelgas, empezando desde tal momento el período de asesinatos y represalias entre un bando y otro, que aún dura en la actualidad aunque amortiguado y que, por desgracia, tal vez volverá a reproducirse. (Pero esta "es otra historia" como dicen en los cuentos orientales. Volvamos al rey.)

Jamás hizo nada Alfonso XIII por impedir las hazañas de los alemanes, terrestres y marítimas, dentro de su reino. Como una excusa previsora inventó la frase de que en España no había más francófilos que él y "la canalla", queriendo hacer con ello que no era rey más que de nombre, que no tenía ningún poder y en España todos eran germanófilos y le atropellaban al pobrecito francófilo.

¡Mentira! Para desgracia de España, él ha hecho siempre lo que ha querido. Últimamente consideró que era de su conveniencia matar la Constitución, suprimir todas las manifestaciones de una política moderna, volver al país de los tiempos del absolutismo, gobernar como los zares antes de la primera Duma, y apelando a sus generales cortesanos lo hizo con toda decisión.

Si hubiese querido intervenir en favor de los aliados o simplemente guardar una neutralidad honrada, lo hubiera podido hacer en 1914 sin ningún obstáculo y hasta con aplausos de una gran parte del país, pues nosotros, "la canalla francófila", éramos muchos. Precisamente en aquel tiempo aún no había desarrollado él sus terribles pedanterías militares en Marruecos y guardaba cierto prestigio de mozo atolondrado pero "simpático". Afirmo que no habría encontrado obstáculo alguno. Mas dejó hacer a sabiendas a los alemanes todo lo que quisieron dentro de España y lo que es de mayor gravedad, impidió que sus ministros tomasen ninguna iniciativa contra al insolencia germánica.

En 1918 se formó en España un Ministerio llamado nacional en el que figuraban personajes de distintos partidos políticos. El señor Dato, ministro de España, recibió de sus compañeros el encargo de presentar una nota al gobierno alemán, protestando del descaro con que los submarinos germánicos utilizaban los puertos de España y sus agresiones en aguas nacionales que destruyeron muchas veces a buques que llevaban en su popa la bandera española. Esta nota sirvió para desenmascarar al rey, dejando asombrados a sus ministros ante la inaudita duplicidad de su conducta.

Era embajador de España en Berlín un señor Polo de Bernabé, gran admirador del Káiser, que sentía temblar sus entrañas de emoción al verse recibido con familiaridad, él y su esposa, por el emperador y la emperatriz. Este embajador se guardó la nota del Gobierno y no quiso presentarla. Cuando el señor Dato, indignado por tal silencio, le repitió desde Madrid la orden para que presentase la nota, este embajador le contestó la respuesta más fantástica que se conoce en la historia de la diplomacia.

-La nota es muy fuerte- dijo -y no quiero presentarla al emperador. Sería darle un disgusto y... ¡Es tan excelente persona!

El Gobierno, aunque presintió desde el primer momento que la persona de Alfonso XIII debía de andar mezclada en el asunto, pues de otro modo no era comprensible la insubordinación del embajador, dio un decreto relevando al señor Polo de Bernabé de su embajada por desobediencia a sus superiores y llevó el citado decreto a la firma del rey.

Alfonso XIII se negó a firmar y casi dio una respuesta semejante a la del embajador. Él apreciaba mucho a su representante en Berlín y no podía darle el disgusto de firmar su destitución.

En resumen: que el rey, a pesar de ser un monarca constitucional, consideraba a sus embajadores y ministro plenipotenciarios como representantes diplomáticos de su persona y no de la nación española. Se entendía con ellos directamente, a espaldas de sus ministros respetables, y lo mismo hacía con los generales, despreciando la mediación constitucional del ministro de la Guerra. En realidad, no hizo nunca ni más ni menos que su viejo y detestado maestro Guillermo II.

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