viernes, 19 de mayo de 2017

Lluvia.

Los pequeños aviones juguetean en el aire, bajo un cielo plomizo como mi alma, mostrando sus vientres color plata y sus lomos negros. Los grititos chirriantes e histéricos recuerdan al patio de un colegio de Primaria. El mirlo recita a lo lejos y el aire frío entra en mi cuerpo alimentando mi soledad. El río corre ajeno a la estúpida conciencia del ser humano, creando una metáfora sobre lo insustancial de nuestro paso por esta miserable mota de polvo.

La soledad de la ribera en los días de lluvia apenas se rompe por algún caminante y sus perros. Paseo con mi paraguas bajo el brazo con ese dolor que hacía tiempo no me acompañaba y disfruto de la calma exterior mientras, dentro de mí, se libra otra batalla.

Me acomodo en el respaldo de un banco, con la mirada puesta en el río y dando la espalda al camino. Me enciendo un cigarro y escribo estas líneas mientras observo un gran gato blanco aparecer, disimuladamente, entre unas zarzas, con esa mirada de precaución y superioridad que hace tan hermosos a estos seres.

El torbellino emocional de mi alma me impide estar estático mucho tiempo así que vuelvo a caminar, esta vez en dirección a casa.

Hay un cruce y se me plantea la duda sobre si seguir aprovechando la calma de la soledad o volver a la civilización, donde hay una posibilidad entre cien de encontrarme con ella, uno de los motivos de mi tormenta. Camino. Y mis pasos me llevan de nuevo a la ciudad mientras los justifico con la necesidad de volver a ver a Leo, el perro que le acompaña en su vida y con lo imposible que resulta para mí hacer un giro de 180º y volver al parque.

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