viernes, 23 de mayo de 2008

Vicente Blasco Ibáñez contra el Rey de España (VII)

Primera Parte. Cuarta Parte.
Segunda Parte. Quinta Parte.
Tercera Parte. Sexta Parte.


Así empezó la guerra española de Marruecos, la más incomprensible y absurda que se conoce en la historia.

España ha tenido en Marruecos desde hace catorce años, el ejército más grande que existió nunca en África; más de cien mil hombres; algunas veces, ciento veinte mil y todavía más. Los adversarios con que combatió siempre este ejército son ocho o diez mil montañeses, con cartuchos escasos, y, sin embargo, el ejército español no obtenido jamás una victoria decisiva y ha sido derrotado numerosas veces.

Hay que añadir para que la cosa resulta aún más inexplicable, que el español se bate valerosamente. Yo he hablado con militares franceses de gran valía que han visto esta guerra de cerca y todos se muestran acordes al afirmar que el oficial español lucha algunas veces con una audacia casi de suicida. El soldado se limita a batirse resignadamente. No siente ningún entusiasmo por una guerra que nada le importa. Pero, en fin, cumple su deber; va adelante y se deja matar.

Los oficiales, por espíritu profesional, dan su vida con una generosidad exagerada... Y, sin embargo, las derrotas siguen a las derrotas. Es la demostración de que este ejército es una obra dinástica y no una institución nacional.

Los españoles se ven obligados a batirse porque el rey ha querido hacer figura de gran caudillo en Marruecos, y él y sus allegados tienen esperanzas de poseer las minas del Riff, minas algo fantásticas, cuyo verdadero valor no conoce nadie, y que Abd-el-Krim negocia con gentes de todas las naciones, como un tesoro de cuento oriental.

Para explicar el eterno fracaso de España en Marruecos bastaría que es Alfonso XIII el que en realidad dirige las operaciones desde Madrid. ¿Cómo no iba a mezclarse en la guerra este joven que nació sabiéndolo todo y se titula "el primer soldado de España"?

Todos recuerdan la gran catástrofe que sufrió el ejército español en 1924, o sea, la inmensa derrota de Annual.

Alfonso XIII se entendió directamente con el general Silvestre, gobernador de Melilla, para realizar una operación rápida y decisiva que permitiese a las tropas españolas ir a través del Riff hasta la bahía de Alhucemas, apoderándose de todo, obligando a las tribus a una instantánea sumisión, deslumbradas y anonadadas por la estrategia fulminante del rey.

El general Silvestre era un soldado valeroso pero de cortos alcances, un combatiente heroico, excelente para obedecer; un guerrero del arma de Caballería, insustituible para ser mandado por un caudillo de talento, algo así como un Murat o un Lasayle, guardando las proporciones del medio.

Alfonso XIII fue el Napoleón de este húsar heroico y se puso de acuerdo con él, sin consultar para nada a su ministro de la Guerra. Tan en secreto llevaron los dos la operación, que el general Berenguer, Alto Comisario de todo Marruecos (el único que dirigido dicha guerra con alguna habilidad) casi recibió casi recibió al mismo tiempo la noticia de su inmensa derrota y su muerte.

El general Silvestre, antes de emprender este ataque disparatado, fue a España para ponerse de acuerdo con su "general en jefe", el rey. En un banquete al que asistieron en Valladolid, con motivo de una fiesta en la Academia de Caballería, los dos chocaron sus copas.

-El veinticinco de Julio, día de Santiago -dijo Silvestre- prometo a Su Majestad que llegaré a la bahía de Alhucemas.

-¡Olé los hombres!-contestó el rey-. El veinticinco te espero.

Si no profirió Alfonso XIII en tal momento estas palabras, las dijo más adelante por escrito, en un telegrama del que hablaré oportunamente.

El general Silvestre volvió a Melilla y emprendió la operación con arreglo a su estrategia de jefe de Caballería y a la gran ciencia militar de Alfonso XIII. No podía ser más sencillo el plan: ¡marchar, adelante; siempre adelante! Yo que soy un hombre civil, tal vez hubiese discurrido la cosa con más precauciones y complicaciones. Pero Alfonso XIII tiene la genialidad de los grandes capitanes. ¡Adelante! ¡Siempre adelante!

El general Silvestre arrolló al principio a cuantos moros le salieron al paso. Al tomar en los primeros días de avance un monte famoso por su valor estratégico, envió un telegrama al rey. Este le contestó empleando el lenguaje de las corridas de toros: "¡Olé los hombres! El veinticinco te espero." (Textual).

¡Ay! Todavía no llegado el veinticinco. Van transcurridos cuatro años y aún está esperando el "Káiser Codorníu".

Las tribus de Abd-el-Krim dejaron avanzar al intrépido Silvestre, que en su ardor agresivo apenas si se preocupó de mantener el contacto a sus espaldas con las bases de refuerzo y avituallamiento. Lo cercaron, lo aislaron, cortando su retaguardia, y murió combatiendo lo mismo que tantos miles de españoles. Únicamente lograron salvar su vida, como prisioneros, unos mil quinientos con el general Navarro.

Se calcula que en este desastre perecieron doce mil españoles, recogiendo los rifeños sobre el campo de batalla un material de guerra que representaba muchos millones de pesetas.

Para olvidar este pequeño incidente, el amigo de M. Cornuché, pocos meses después, marchó a Deauville. Mas no por eso dejó de pensar en el fracaso.

Como todos los artistas mediocres, de quisquillosa vanidad, estaba convencido de que su plan era magnífico, y echó la culpa de la falta de éxito a la cobardía de los ejecutantes.

En España cuentan muchos una frase de este joven ingenioso. La gallina es allá el animal que simboliza la cobardía. Cuando los rifeños exigieron cinco millones de pesetas por dejar en libertad a los prisioneros en la derrota de Annual, Alfonso XIII dijo con su gracia chulesca:

-¡Qué cara cuesta la carne de gallina!

Los españoles cultos se dieron cuenta de la responsabilidad que incumbía a Alfonso XIII en el desastre de Annual. Por primera vez en muchos años, el Parlamento español dio señales de vida, enérgica e independientemente. Se formó una Comisión en la Cámara de Diputados compuesta de individuos de diferentes grupos dinásticos y de las oposiciones. Esta Comisión, llamada de los Veintiuno por el número de los individuos que la componían, abrió una información, haciendo comparecer ante ella a numerosos generales.

Por primera vez se vio también en España a los militares -siempre orgullosos y convencidos de pertenecer a una casta superior- prestar declaración ante un tribunal civil como testigos o como futuros acusados.

Según se dice, la Comisión recibió testimonios y documentos que demostraron cómo el general Silvestre se había movido siguiendo las órdenes y los planes estratégicos del rey. Además, una parte de la documentación cambiada entre el monarca y el general Silvestre fue descubierta por un procedimiento algo novelesco.

Recordará el lector que después de la inesperada y completa derrota de Silvestre, los rifeños vencedores avanzaron hasta las puertas de Melilla, y si no entraron en ella fue por falta de decisión. Sólo algunos grupos de soldados enfermos guarnecían la plaza. Para dar ánimo al vecindario, las bandas de música recorrieron las calles haciendo sonar sus instrumentos. Todo estaba abandonado. En tal situación, llegó el general Berenguer con las primeras fuerzas que pudo embarcar en el Marruecos occidental perteneciente a España. Y fue en estos momentos de confusión, cuando alguien, no se sabe quién, descerrajó la mesa del general Silvestre, ya difunto, encontrando en un cajón parte de su correspondencia con Alfonso XIII.

Allí estaba el famoso telegrama: "¡Olé los hombres! El veinticinco te espero." Allí también, entre otras cartas, una en la que el rey aconsejaba a Silvestre lo siguiente: "Haz lo que yo te diga y no te preocupes del Ministro de la Guerra, que es un imbécil."

Este Ministro de la Guerra tratado de imbécil por un rey constitucional que obraba a sus espaldas, era un hombre civil, el vizconde de Eza. Me dicen que al enterarse de tal carta estuvo mucho tiempo sin querer ver al rey, para evitarse la molestia de saludarlo. Ahora, tal vez lo salude, pues para los hombres que tratan reyes, representa muchas veces una muestra de cariñosa confianza ser tratados de imbéciles.

La Comisión de los Veintiuno, después de oír a numerosos testigos, dio por terminado su expediente. La culpabilidad del rey resultaba visible por las declaraciones y los documentos.

Alfonso XIII siguió con inquietud el trabajo de esta Comisión, cuyas funciones eran completamente nuevas. Se iban a hacer públicas en el Parlamento su desdichada intervención en la guerra, sus actos de rey absoluto, su desprecio a la Constitución.

Había que ahogar este escándalo enorme y para ello apresuró el golpe de Estado que estaban preparando los militares y que produjo el Directorio actual.

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