Dicen que, en la vida, hay que tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol.
Fruto del deseo y la pasión nació mi hijo, faro y guía de mis pasos y garante de que no abandone la "maravillosa" compañía de la Humanidad antes de tiempo.
Libros tengo muchos empezados. Hay algún otro en el cual aparece algún escrito realizado por mí. Pero no creo que tenga nada de esto importancia futura (por suerte para vosotros)
Y estos días, no se cuál es la razón, me estoy acordando mucho del árbol que planté. Unos de los gestos más tristes que puede tener una persona en su vida. Y aunque sé que alegramos la existencia y dimos libertad (y unas grandísimas vistas) a un ser vivo condenado en un vivero, la causa de ello no deja de corroerme el alma.
Sí, ese alma que no siente debido al exceso de racionalizar por parte de mi cerebro. Ese alma que se muestra incapaz de sentir amor u odio hacia particulares. En definitiva, ese alma que un día se encerró en si misma, bloqueó mis lacrimales y cubrió de hormigón mi pecho y corazón.
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