miércoles, 26 de julio de 2017

Crónicas de un joven cuarentón.

Me apetece sentarme cual vetusto logroñícola en una terraza de la Gran Vía (Portales es para turistas), pedirme una tónica y un bitter Kas para mi señora -sólo le llamo parienta en el trabajo- y estar al “paso de la paloma” sonriendo amablemente a quien nos salude, seguramente corroído de envidia por nuestra buena vida, para criticar después. Echar la tarde del sábado con el gasto de dos refrescos, merendar el bol de ganchitos cortesía del bar y volver a casa para ver el resumen de la jornada futbolística mientras ella alarga el aceite de los huevos fritos y prepara unas rodajas de fiambre para cenar. Y a ver que no gaste mucho si luego que la lleve a Salou de vacaciones.
Pero no puedo.
Unos amigos tocan en un bar y tengo que dejarme caer por ahí para que me vean, porque queremos tocar en breve (yo también tengo un grupo de indie-rock) e igual me sale un bolo. Me pediré una caña y una Coca-Cola para ella, saludaremos a todos y recordaremos lo bien que nos lo pasamos hace unos fines de semana. Luego a solas criticaremos lo que ha engordado fulanita o lo calvo que está menganito. Aceptaremos alguna invitación y nos haremos los esplendidos invitando a todo quisqui sin llegar a pagar una ronda. Cuando acabe el concierto usaremos la excusa del cansancio de la mujer para marcharnos y así poder ahorrar e irnos de vacaciones a una casa rural en Euskadi o Asturias.

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