martes, 28 de junio de 2016

Calpe, 15 de febrero de 2016.


Estoy sentado en la arena de la playa aprovechando el tibio sol de invierno. El rumor suave y acompasado de las olas no apaga por completo los ruidos de una cuadrilla de adolescentes sentados a unos 50 metros de mí.
El peñón, como vigía natural y atemporal, preside el paisaje atrayendo sobre sí todas las miradas, incluida la mía, evitando así cualquier tipo de distracción.
Paseantes recorren la orilla en soledad. Es curioso ver como las personas que van en grupo están sentadas en las terrazas de los bares próximos y únicamente los solitarios estamos en la playa.
Podría aprovechar para pensar en las miles de cosas que tengo aún por solucionar en mi vida personal, pero no. Creo que mi mente -y mi alma- se han tomado vacaciones también.
Una pareja pasea por la orilla junto a su perro que huye con infantil alegría de las olas. La marea está subiendo.
El Mediterráneo, esa gran masa de agua tan calmada en sus orillas, hace que retornen a mí las ganas de manejar un velero. Tiene que ser maravillosa la sensación de libertad que se debe respirar en mitad del mar, sin ningún signo visible de civilización a tu alrededor. Algo parecido a estar en la cima de una montaña pero sin ver las aldeas o poblados de las cercanías. Volver a la placenta de la Madre Tierra.
Tras una opípara comida en un restaurante hindú de la zona, dejo que los rayos del sol ayuden a mi estómago a digerir tantas especias mientras mis compañeros de viaje suben al apartamento.
La urbanización donde nos alojamos se encuentra al borde del acantilado que corona esta playa. Unas vistas inmejorables, sin duda, para desayunar por las mañana. Aunque nuestra ética estará encantada el día en que la Naturaleza, siguiendo su camino con su paso lento pero inexorable, haga su trabajo, socavando la roca con el agua y el viento, y derrumbe tanto afán de conquista por parte de los seres humanos.
https://youtu.be/HbTobbPHBoE

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