“Aquí estuvieron aquellos labios que yo besé muchas veces. ¿Dónde
están ahora tus burlas, tus brincos, tus canciones, y aquellos chistes
brillantes que animaban la mesa con alegre estrépito?” Hamlet, W.
Shakespeare.
La chica del asiento de atrás estornuda mientras
nuestro autobús sale de Teruel. Un termómetro marca una temperatura de
seis grados en el exterior. Llueve. Vuelvo de mis vacaciones y mi cabeza
no deja de pensar en mi tía Paula. Anteayer la ingresaron ya que
llevaba varios días como ausente, la mirada perdida y sin conocer a
nadie. Sólo miraba al infinito.
Será casualidad -siempre son
casualidades- pero en el reproductor del autobús suena el Adagio en Sol
menor de Albinoni y recuerdo cómo, en mi juventud, esta melodía
consiguió apagar la alegría de mi infancia e instalar para siempre una
melancolía, en momentos insana, que me acompaña desde entonces. Una
alegría infantil que mucho tuvo que ver con mi tía, su carácter y su
casa.
Una casa donde pasé los mejores momentos de mi niñez. La
pocilga con los cochos, los bocatas de Tulicrem, las partidas infinitas
de cartas, donde las mujeres jugaban a “la puta de oros” mientras los
hombres habían ido a dar la vuelta con la cuadrilla o merendaban en la
bodega. Corriendo con mis hermanos por el pueblo con las bicicletas. Los
días de embotar o las rosquillas y cómo se inundaba su casa del dulzón
olor del anís.
El bus hace una parada. Casi la una de la mañana.
Aprovecho para sacar un papel y un bolígrafo y anoto los pensamientos
que me vienen a la mente. 1'80 por un mal café. Sigue lloviendo y hace
frío. Qué ganas de volver a sentir la necesidad de arroparme tras dos
semanas bajo una temperatura primaveral en una localidad de la Costa
Blanca.
La Paula, una señora muy grande, no sólo por su obesidad,
poco saludable quizás pero que imprimía un precioso color sonrosado a
sus mejillas. Era una mujer alegre, que siempre te estrechaba entre sus
orondos y blandos brazos o te apretujaba entre sus generosos pechos.
Siempre riendo, haciendo chistes y gracias. La alegría en cualquier
reunión familiar. Y eso que todos los hermanos de mi padre eran de un
carácter tan bromista y festivo que sería complicado elegir al más
gracioso.
Román, el mayor, murió hace poco. Quizás mi tía esté
hablando con él, allá donde se encuentre ahora. O con mi abuela Lucia,
otra grandísima mujer, a pesar de su delgadez, que nos marcó a todos sus
nietos con su vigor y alegría. Puede que también sea mi hermano quien
la acompaña. O, simplemente, ha decidido descansar.
Volvemos al
autobús y pienso en Hamlet con la calavera de Yorik en la mano y en su
discurso sobre la futilidad de la vida. Hoy eres el rey del mundo y
mañana simples huesos y polvo abonando la tierra. Una tierra que nos
espera a todos y que seguirá ahí cuando hayamos desaparecido. “¿Piensas
que Alejandro tuvo esta apariencia debajo de la tierra?”
Sí, la vida está dejando de oler a rosquillas.
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