miércoles, 29 de junio de 2016

La Brava, 1

Era un edificio que ya había dejado de ser antiguo para convertirse en viejo. La fachada de arenisca marrón, desgastada por el paso de los años y el escaso cuidado, presentaba redondeces donde antaño había esquinas y cantos vivos. Los balcones, visiblemente deformados, tenían barrotes herrumbrosos que los inquilinos procuraban limpiar sin mucho éxito. El portal era frío y oscuro, lo que dejaba entrever unas viviendas tan precarias como la vida de sus vecinos. Las escaleras apenas estaban iluminadas por una tenue bombilla que había vivido tiempos mejores.

Toda la calle, todo el barrio, estaba en el mismo estado ruinoso. El asfalto presentaba agujeros por doquier y estaba sucio. Apenas existían aceras. La llamada “judería” se había convertido en un gueto para familias de escasos recursos y, quien podía, escapaba.

El bar “La Viga”, casi enfrente, era uno de los puntos donde pasé el tiempo de mi niñez. Tortilla de patatas y mostito. Luego al “Royalty” y, de ahí, al “Gurugú”. El resto de negocios de la zona, exceptuando el despacho de pan y la tienda de comestibles de la esquina de Rodríguez Paterna con La Cadena, eran puti-clubs de ínfima categoría donde los viejos solían entrar a echarse un vino y entablar un poco de conversación con mujeres que hacía mucho habían pasado los 30 años. Ir a casa de mis abuelos, esa casa donde nací hace 43 años y donde pasé mis primeros años de vida, era toda una aventura. Gitanos pobres (y chungos en algunos casos), putas y suciedad.

Aún recuerdo, como si fuera ayer, los sustos que me daba mi abuelo al asomar la cabeza a través del pequeño ventanuco de la alcoba que daba a las escaleras. Esa alcoba, separada del salón por una cortina y donde estaba el rincón más maravilloso de toda la casa. Ese rincón era la mesilla donde escondían el bote de leche condensada con la que me untaban el chupete y que descubrí demasiado pronto, para desgracia de mis incipientes dientes.

El salón no era muy amplio. Tenía una mesa de comedor grande donde, habitualmente, nos reuníamos 7 personas y que servía también para las grandes celebraciones. Había una cómoda con un tapete aterciopelado de borlas, una tupida alfombra, un cuadro enorme de caza en la pared y la tele. Esa tele subida en su aparador de patas metálicas y con revistero en la parte inferior. Esa tele donde vi el funeral de Franco y la noticia de la muerte de Elvis.

La cocina tampoco era grande. No había butano, con lo cual se cocinaba con leña en esas llamadas cocinas económicas. Era una de las habitaciones con balcón. Sigo viéndome allí, asomado, esperando a mi primo para llevarme a las piscinas de Cantabria y traerme chicles “Bazooka”, comprados en la tienda de chucherías de Avda. de Navarra. O silbándole a los canarios y jilgueros, encerrados en las jaulas que todos las mañanas ayudaba a mi abuela a limpiar.

De repente una ausencia. Apenas perceptible para mí. No volví a ver a mi abuelo. No sé si, en ese momento, llegué a echarlo en falta. A posteriori, obviamente sí. Y poco tiempo después no volví a pisar esa casa.

Recuerdo que decían que era por un problema de cimentación. Es probable. Mi abuela ya vivía en otro edificio, casi a la vuelta de la esquina, mejor conservado, y el número 1 de la calle La Brava pasó a convertirse en un montón de escombros y desapareció. Menos para mí.

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